El coronel estaba sentado en el porche de su casa, cubierta de hierba y musgo. Esa casa había sido construida por sus propias manos hace muchos años, cuando todavía creía que podría ofrecer a sus hijos un futuro sin miedo. En ese entonces, las paredes aún olían a madera fresca, y en el horizonte brillaban el sol y la esperanza. Ahora, todo lo que había construido le parecía vacío.
Su pueblo finalmente había logrado la libertad. Años de lucha dieron sus frutos: ahora su patria vivía bajo las leyes por las que él había derramado sangre. Pero el mundo que había querido crear con tanto empeño se le antojaba ajeno.
El coronel pasó la mayor parte de su vida lejos de sus 17 hijos y sus tres hijas. Ellos crecieron, jugaron, amaron, cometieron errores, pero él nunca estuvo allí. "Es demasiado rudo, demasiado duro," decían las madres de sus hijos. "Le importa más la guerra que la familia," añadían.
Ahora, mientras se sentaba en silencio, los recuerdos de batallas, pérdidas y victorias se cruzaban con imágenes de aquellos a quienes apenas conocía. ¿Qué es más importante: la revolución o un padre que te enseñe a atarte los cordones?
El coronel suspiró. El nuevo mundo vivía bajo sus propias reglas. En él no había lugar para viejos con manos temblorosas, cansados de sus propios errores.
El coronel recordaba aquella fría noche de otoño cuando intentó por primera vez encontrar a sus hijos. Se puso su mejor uniforme, lo planchó hasta que brillara, como si fuera a un desfile y no a la casa de una mujer que alguna vez lo había amado.
Al llegar al umbral, tocó la puerta. No se abrió de inmediato, y frente a él apareció Ángela, la madre de tres de sus hijos.
—¿Qué quieres? —preguntó ella fríamente, aunque no con hostilidad. Más bien con cansancio.
—He venido a ver a los niños, —dijo el coronel, esforzándose por hablar con calma.
Ángela guardó silencio unos segundos, luego se giró hacia la casa y gritó:
—¡Tomás! ¡Álvaro! ¡Valiente! ¡Vengan aquí!
Desde el fondo de la casa aparecieron tres muchachos, mirando al coronel en silencio. El mayor, Tomás, tenía unos quince años y observaba al visitante con cautela.
—Es su padre, —dijo Ángela, empujando ligeramente al menor, Álvaro, hacia adelante.
El coronel quiso abrazar a los muchachos, pero ellos permanecieron inmóviles. En lugar de palabras cálidas, escuchó de Tomás: —¿Por qué has venido?
El coronel intentó sonreír.
—Para conocerlos. Ha pasado demasiado tiempo.
—¿Viniste porque ya no tienes a nadie más que te escuche? —dijo Tomás con dureza.
Esas palabras dolieron, pero el coronel guardó silencio. Ángela levantó la mano para detener a su hijo, pero él continuó: —No te necesitamos. Tenemos a mamá. Y tú estabas por ahí, en tu guerra.
—Luché por ustedes, —susurró el coronel, pero su voz sonó como si ni él mismo creyera esas palabras.
—No, por ti mismo, —respondió Tomás fríamente y se fue a la casa, llevándose a sus hermanos con él.
Ángela cerró la puerta sin decir una palabra.
El coronel permaneció junto al porche hasta el amanecer, mirando la ventana oscura.
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